Por Fernando Oz
Los médicos suelen ser optimistas, al menos en el discurso. Aquello lo aprendí cuando fui camillero de la guardia de emergencias del Hospital General de Agudos doctor Ramón Carrillo, en Ciudadela, en el conurbano bonaerense. Tenía diecinueve años recién cumplidos y fue mi primer trabajo. En aquel tiempo los baleados o acuchillados del barrio Ejército de los Andes, conocido popularmente como Fuerte Apache, entraban a mansalva, sobre todo los fines de semana.
Pero había de todo: quebrados, quemados, mujeres con el rostro partido por algún imbécil, indigentes con enfermedades terminales que llegaban impulsados por el último aliento. En fin, todo lo que puede ocurrir en la guardia de un hospital público.
Señora quédese tranquila, estamos haciendo todo lo posible, su bebé va a estar bien, siéntese, tenga fe. Señor usted espere afuera, en dos minutos su padre entra en cirugía, estamos preparando todo, si quiere lleve a su madre para que descanse, déjenos hacer nuestro trabajo, todo va a estar bien. Y cosas por el estilo. Los médicos siempre transmitían optimismo y fe. También lo hacían con los pacientes que se encontraban conscientes.
Pero esa lluvia de optimismo no los mojaba. Los médicos tenían los pies sobre la tierra y sabían que las cosas podían no salir bien. Los más veteranos en el asunto de salvar vidas olfateaban la muerte a varios metros. Lo de los cirujanos es digno de destacar, son la tropa de élite, fríos, sensatos, meticulosos. También estaban los enfermeros, esa infantería de primera línea, los primeros en entrar y los últimos en irse. En la sala de emergencias no había género, había seres humanos que peleaban contra la desgracia.
No preguntaban si eran honrados, si tenían dinero, si eran ladrones, si eran de izquierdas o derechas. Los he visto quebrarse en llanto cuando ya no había más nada que hacer, o aferrarse de la mano de moribundos a quienes jamás habían visto y lo único que sabían, además del cuadro clínico, era el nombre de pila. Los he visto insultar a Dios y a la madre que los parió. Los he visto a distancia, en silencio, desde mi puesto de camillero de la guardia de emergencias.
Luego la vida me llevó por otros escenarios más o menos hostiles donde he visto a otros médicos, a otros heridos, a otros muertos. Hoy creo que los médicos, en general, son optimistas por pura formación profesional. Sin esa aptitud no podrían vivir. Pero, además, suelen tener la lucidez necesaria para resistir la presión de una situación límite.
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Por razones muy diferentes a la de los médicos y enfermeros, los políticos tienen la necesidad de ser optimistas y mucho más quienes tienen sobre las espaldas la carga pública de ejercer un cargo ejecutivo. Sin el optimismo de un muy joven Aníbal, los cartagineses no hubiesen podido avanzar sobre las murallas de Sagunto, ni los romanos percatarse que su hegemonía en el mundo occidental corría peligro.
Aníbal, a quien algunos señalan como padre de la estrategia, no era menos militar que político. Levantaba la moral de sus soldados sembrándoles odio contra los enemigos o estimulándolos con esperanzas de recompensas, el botín. El problema que tuvo el cartaginés era su temeridad. Tal vez haya sido ese exceso lo que lo llevó a envenenarse antes de caer en manos de los romanos.
Varios siglos más tarde, en otra situación límite, Churchill sembró esperanza en el pueblo británico y los animó a mantenerse inquebrantables a lo largo de los duros años de asedio nazi. Lo interesante es que el primer ministro, durante su discurso en la Cámara de los Comunes, tuvo la cautela de no inflar la certidumbre más allá de la cuenta. Sin renunciar a la emotividad, alentó a su pueblo a plantar una batalla no exenta de sacrificio y mucho sufrimiento.
Y vale la pena copiar de manera textual el párrafo más famoso de su discurso: “Digo a la Cámara como he dicho a los ministros que se han unido a este gobierno: no puedo ofrecer otra cosa más que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas. Tenemos ante nosotros una prueba de la especie más dolorosa. Tenemos ante nosotros muchos, muchos meses de lucha y sufrimiento”.
¿Cómo hubiese actuado un Churchill médico en el hospital más cercano a Fuerte Apache? Mire señora haré todo lo que pueda, pero sucede que una munición nueve milímetros le destruyó la carótida a su hijo. ¿Se imaginan? En ese preciso momento en vez de ocupar una camilla se hubiesen ocupado dos, una para el desangrado y otra para su madre.
Pero el Churchill político del 13 de mayo de 1940, que cuarenta y cinco años antes había olido por primera vez la carne humana chamuscada durante la guerra de la Independencia de Cuba, acudió al justo medio aristotélico para no espantar al pueblo. El equilibrio como condición de virtuosidad. La prudencia entre la esperanza y la cruda realidad. Ni la cobardía, que es la ausencia de valentía, ni la temeridad, que es el exceso. Churchill necesitaba un pueblo valiente, virtuoso.
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Hoy Oscar Herrera Ahuad dará su discurso de apertura del año legislativo ante la Cámara de Diputados. Desde allí, en teoría, hablará al pueblo de la provincia que gobierna. El manual de estilo indica que repasará su gestión, dará a conocer las proyecciones, y hará algún que otro anuncio de importancia, digamos que algo simbólico. ¿Habrá algo más? Me pregunto a quién dirigirá su mensaje: ¿Lo hará a su elector o a quienes no lo son? ¿Lo hará a su partido o a la oposición? ¿Se dirigirá a todos por igual?
De qué lado de la balanza se pondrá el gobernador. Estará en su papel de médico, ese que todos vimos embarrado hasta las rodillas cuando el 7 de septiembre de 2009 un tornado sacudió la localidad de San Pedro, dejando a su paso once muertos, en su mayoría niños, y más de medio centenar de heridos. Ese que todos vimos recorrer la provincia en plena pandemia mientras otros funcionarios miraban Netflix desde la comodidad del living.
Dirá que todo va a estar bien y hablará de lo fenomenal del paciente. O se atreverá a decir que por diferentes motivos (pandemia y guerra, entre otros) hay una crisis mundial de la que Misiones no podrá escapar, aunque estemos en una isla; y que vivimos en un país gobernado desde Buenos Aires por una clase política en la que abunda la desidia, la incapacidad y la ignorancia extrema. O tendrá la virtud del justo medio.
Como no soy médico ni político y no tengo la necesidad de ser optimista, me atreveré a decir que vendrán tiempos duros. Herrera Ahuad lo sabe.