Por Juan Báez Nudelman
Todavía llevo unas horas procesando lo que fue ver la serie El amor después del amor, producida por Netflix y basada en la biografía de Fito Páez escrita por Leila Guerriero. Voy a empezar por decir que como fanático de toda la vida, me sorprendió conocer de principio a fin todo lo que se cuenta.
Yo nací en 1991 y crecí cantando las canciones de Páez, mi viejo siempre fue fanático de Litto Nebbia y por mi parte, encontré un rosarino más actual para hacer lo mismo. ¿Por qué la figura de Fito excede a la música? En mí, personalmente, porque fue el primer (y muy bizarro) referente masculino que identifiqué más allá de mi padre. Y digo que era extraño, porque se trataba de un flaco con pelo largo, de movimientos exagerados, que se vestía con un pantalón de cuero ajustado y no tenía problema alguno en mostrar su sensibilidad arriba del escenario.
Esa fascinación, durante mi adolescencia, se convirtió en una especie de guía para las confusiones de la edad. El rock nacional y su historia se abrieron ante mis ojos, a través de la mirada de Páez: Charly, su ídolo; Spinetta, su maestro; Litto Nebbia, su gurú. A través de la música y los relatos que me contaban mis padres, descubrí también la historia de nuestro país, en esas letras que dejaban ver lo que pasaba. A través de todo lo anterior, descubrí un poco hacia dónde quería ir en mi vida: yo quería poder decir las cosas que me pasan con la misma frescura que ese flacucho de pelo largo.
Pero volviendo a la serie, El Amor Después del Amor es una historia sobre las transformaciones. Leí en el instagram de otro fanático como yo que el personaje de Fito en esta producción habla poco “porque el foco está puesto en sus vivencias”. Nada más acertado que ese análisis, como también pienso y agrego: esta historia le puede servir a cualquiera, es universal y en ese contexto la figura del músico Páez pasa a ser un arquetipo. Es que las líneas transcurren como un coming of age y a la vez, recuerdan al proceso de transformación que vive el personaje principal en la película The Wall, de Pink Floyd.

De todos modos, el estilo es diferente y el final, como todos conocen, tiene mucha luz al final de un túnel tremendamente oscuro. La trama sucede con un estilo onírico, acuático, pisciano como Fito, dirían los que conocen de astrología. Hay un cuidado del vestuario, el maquillaje y los elementos de cada época (desde finales de los 70 hasta principios de los 90) que te sumergen aún más en la mística del mainstream y el underground de Argentina en esos tiempos. Las actuaciones también destacan, realmente, con un Andy Chango que para ser su primera vez, le hace muchísima justicia a la figura de Charly García y un Julián Kartun que asombra con su versión de Luis Alberto Spinetta.
La historia de vida de Páez emociona porque es un recorrido de mucha resiliencia y caos, pero también de amor, muchísimo amor. En un mundo machista donde los hombres compiten entre sí, él nunca tuvo problema de admitir su idolatría por Charly García, aunque eso le valiera un sinfín de críticas. Así también, su romance con Fabiana Cantilo y el posterior con Cecilia Roth hablan de una forma de vincularse diferente y posible, más allá del dolor, que hoy puede mirarse con otros ojos gracias a los signos de estos nuevos tiempos.
Es aquí donde me gusta detenerme a pensar que sí, muchos artistas de la música argentina podrían tener su propia serie, pero el legado de Fito Páez y su historia tan llena de tragedias y glorias le han valido este mimo, este reconocimiento por su trayectoria. Fito, que siempre fue cuestionado en relación a otras figuras por parte de la opinión pública y alabado por sus colegas, hoy encuentra una especie de consagración merecida. Y como fanático hipersubjetivo, puedo decir que la reivincidación es justa y los adjetivos grandilocuentes para expresar mi amor por la música de este artista, también.