Un 14 de noviembre de 1999 se estrenó “Misiones, Tierra Prometida”, la primera obra del Grupo de Teatro Comunitario Murga de la Estación. Las primeras reuniones habían comenzado a partir de un 24 de marzo, fecha que hoy es aniversario del grupo y coincide con uno de los episodios más oscuros de nuestra historia. Como si se tratase de un renacimiento, o una especie de refundación de ese momento, el objetivo de este proyecto fue recuperar la memoria colectiva, aquella que no está en los diarios ni en los libros de historia. Un relato nuestro, del boca en boca, quizá la única manera de comprender la esencia de nuestra Tierra sin mal.
Justamente esa función se presentó este lunes en la Biblioteca Popular Posadas, que está pronta a cerrar su ciclo de actividades para este año. Se trata de una grabación en VHS de una sorprendente calidad (teniendo en cuenta el paso del tiempo y que el audio formaba parte también de la misma cinta), cedida por el realizador audiovisual Claudio Lanús, quien se encargara en ese entonces de registrar esto que hoy se ha vuelto un documento histórico. Un punto desde donde poder analizar cómo ha crecido nuestra provincia, la ciudad, cómo miraban los vecinos de Posadas su propia identidad y cómo la representaban.
El proyecto de la Murga comenzó porque Kossa Nostra, el grupo de títeres liderado por Marcelo Reinoso, vio la obra “Venimos de muy lejos” del Grupo de Teatro Comunitario Catalina Sur, perteneciente al barrio de La Boca en Buenos Aires. El grupo festejaba sus 15 años de historia y trajo una función de su ópera prima al puerto de Posadas, un homenaje a los inmigrantes que poblaron y formaron el barrio más popular de la capital del país. Ese rescate de la memoria popular con un estilo de opereta criolla fue lo que más fascinó a los titiriteros, y se contactaron con Adhemar Bianchi, el director de Catalina Sur, para traer la experiencia y crear un grupo.
De la mano de Bianchi y su equipo de coordinadores, se armó un grupo inicial por el que pasaron más de 300 personas. La imposibilidad de organizar algo semejante obligó a poner una fecha de estreno, una deadline para comprometer a los que de veras querían estar allí. El grupo que se presenta ese 14 de noviembre de 1999 estaba conformado por alrededor de 70 personas en el elenco, más una treintena de productores, técnicos y asistentes. Un montón de gente involucrada en un trabajo colectivo, una obra de teatro que contenía grandes andamios con telones de más de cinco o seis metros que mostraban de forma caricaturesca la frondosa selva nuestra. Ah, y vale aclarar, se llamó Murga de la Estación porque el lugar elegido para los primeros encuentros fue un galpón ubicado en el predio de la vieja estación de trenes, hoy replicada diez metros más arriba de donde estaba originalmente a causa de la costanera.
En la obra se cuenta la historia de Misiones a partir de la llegada de los inmigrantes, más que nada polacos y ucranianos, que llegaron con mucho temor y esperanza a encontrar un futuro en un suelo muy diferente a su tierra natal. Ese desarraigo es el puntapié para entender también el conflicto que produjeron los choques culturales entre guaraníes, criollos y colonos europeos. Las escenas no están ordenadas cronológicamente y esto ayuda mucho más a entender lo compleja que es la misión de buscar una identidad, la contradicción que habita en cada cosa que se narra y que se superpone a otros relatos. Así es posible por ejemplo, un encuentro de Rudecindo Roca con Andrés Guacurarí, en el que enfrentan visiones de progreso y el futuro de nuestra tierra. En ese mismo universo el Adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca discute con el mensajero de los dioses guaraníes cuál es el nombre de cada cosa y Antonio Ruiz de Montoya hace un tour guiado por las reducciones jesuíticas. Nada está salido de lugar, la historia se vuelve mucho más propia en ese delirio donde Horacio Quiroga asegura: “Yo les dije que esta era una historia de amor, locura y muerte pero estos… ¡se quedaron con la locura!”.
En esa primera función hay además, personas que hoy ya no están, niños que hoy son padres, desocupados que ahora son artistas, intelectuales y laburantes, viejos y adolescentes en la misma línea de acción. En un mundo de circuitos y burbujas, de algoritmos condescendientes que nos dicen exactamente lo que queremos escuchar, la Murga rompe con el paradigma del siempre acusado sistema capitalista. Qué otra solución para poder salir de la mirada hegemónica que lo comunitario, ese espacio de convivencia entre generaciones donde los aportes son colectivos.
Hubieron muchos de esos protagonistas sentados en las butacas y la emoción fue mucha, pero elijo lo que dijo la gran comunicadora Marina Casales, que en ese entonces era apenas una estudiante de la carrera en busca de sus tesis de grado: “el aprendizaje político y ciudadano que yo tuve en la Murga es intransferible, único y aunque parezca pesado a mí me salvó la vida, porque en el 2001 vivimos cosas de las que no hay que olvidarse y esa es la enseñanza, el valor de la memoria, la representación de nuestra historia contada por nosotros. Yo hacía teatro pero ese abrazo colectivo no lo había sentido nunca”.
Para Marina no es casualidad que nuestra contemporaneidad tenga muchos puntos de encuentro con esa época y cree, como otra compañera murguera dijo, en “militar el teatro comunitario como forma de vida”. Y no es para menos el fenómeno, hay que estar ahí para sentirlo, como le pasó a quien escribe. Lo importante es que no se terminen nunca esta clase de espacios y por eso cito al gran Adhemar Bianchi que se adelantó a los parámetros de las redes sociales y ya sabía en ese entonces cómo hacer que gire: “Si les gusta, se lo recomiendan a sus amigos y si no les gusta, a sus enemigos, pero por favor recomienden”.